Riders on the storm Into this house were born Into this world were thrown…
La arena es demasiado suave: una serpiente se desliza al borde de las dunas y cose los párpados del horizonte con hilos plateados. Un par de coyotes transparentes aullan una salvaje canción de amor y la luna llora lejos del sol lágrimas de mercurio. Un hombre -ese fantasma- que a duras penas se desplaza y sigue sobre la desértica planicie está decidido a fundar otro mundo aquí mismo: quiere borrar las iniquidades. Durante 40 días y una sola noche interminable ha reunido piedras de todos colores y ha formado un círculo con ellas. Su único refugio, una mente en blanco, un paisaje mental deshabitado desnudo y misterioso como el Desierto de Altar. Se ha sentado en medio del círculo de piedras y ha comenzado a palmear -con los ojos cerrados- entrando en el ritmo y dejándose conducir por el viento ardiente de su imaginación. No hay nubes en el horizonte, sólo una serpiente transparente. Comienza a silbar una tonada que danza en círculos concéntricos llamando a las fuerzas ocultas de su propia pobreza. Los dos coyotes dejan de aullar y se quedan petrificados. Diminutos insectos son arrastrados por un vórtice de latidos y un tinte de noche azul asoma al extremo inmaculado del Desierto de Altar. Una silueta de cuarzo resplandeciendo contra el mar del cielo y dos estatuas blanquísimas por dentro balbucean pálidas estrellas sobre las puntas deshilachadas del tapete solar. El hombre toma un trago a la salud de los cuatro vientos y luego inhala el viento furioso de su propia soledad. El canto forma ahora una espiral y el cielo es un manto ceremonioso con nuevas constelaciones bordadas a mano. La constelación del Soldado Desconocido; la constelación del Barco de Cristal; la constelación de los Jinetes en la Tormenta; la constelación del Rey Lagarto. Allá dentro de su alma echan sombra cantos inauditos que resuenan en los muros de sus pulmones inflamados haciendo arabescos en las ramas secas de sus bronquios y en la bóveda de adobe cubierta de cal. Un espacio inmenso se está abriendo más allá de los bordes nocturnos. En el otoño de su locura brillan las palmas como un oasis de cordura en pleno trance, como un reloj de arena suspendido en medio de la eternidad. La serpiente de cristal ha cerrado el círculo del horizonte y se muerde la cola con colmillos de cuarzo. Los dos coyotes -uno blanco y uno negro- se han acurrucado junto al rostro de piedra que, siguiendo el ritmo de las constelaciones, no deja de cantar. El hombre quiere un mundo nuevo y lo quiere ya. Y el cielo se resquebraja con todo y sus constelaciones de mampostería. Llueve calcio de la bóveda, fino talco estelar o polvo de ángel anunciando la inminencia de un nuevo espacio. El hombre está decidido a borrar para siempre las fronteras y a abrir un ojo de agua en el desierto. Un hilillo plateado comienza a brotar a sus pies: corre cristalino, se extiende y forma un círculo, después forma una espiral, rodea las piedras y forma un lago. El hombre es una isla flanqueda por dos coyotes. El agua alcanza a la serpiente que cambia de piel. Se forma un mar y un archipiélago estrellado a la orilla del manto del Desierto de Altar. Papel quemado, las puntas del cielo se prenden y un humo eléctrico envuelve el círculo del paisaje recién nacido. En una altura impensable despuntan nuevas constelaciones. No tienen nombre y apenas si tienen forma perceptible. Absolutamente inéditas y sorprendentes obedecen a una nueva geometría. La luna y el sol forman un solo rostro; el hombre y los dos coyotes, un solo ser. El zig-zag de la serpiente ha casado a la tierra y el cielo. Porque sólo de lejos aparecen separados -distintos- el estruendo y el resplandor del rayo. Y se eleva una plegaria dolorosamente bella -bellísima- desde las profundidades vítreas y las piedras sedosas del Desierto de Altar.